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domingo, 18 de agosto de 2013

Siesta

“Esta vez va en serio”, se dijo Roberto al llegar. Sin prisa bajó del coche, se ajustó las gafas de sol, carraspeó un poco y echó un vistazo al puerto: era tan temprano que aún no había nadie en el paseo del muelle. Sonrió con satisfacción al ver que el rojo del amanecer empezaba a abrirse en el horizonte del océano, y la brisa despertaba al silencio de las gaviotas que sobrevolaban el puerto. Otra vez había sido el pescador más madrugador del pueblo. “Prepárate, Inés, que esta vez va en serio. Te prometo que hoy la cosa va en serio”, se dijo. Recordó la sonrisa de su mujer, y el modo en que negaba con la cabeza cada vez que Roberto regresaba de la pesca con las manos vacías. Y añadió en voz alta: “¡Hoy vas a cocinar pescado, querida Inés!”. Cogió el cubo, el estuche, la carnada, cuidadosamente preparada según la receta infalible del abuelo, y su mejor caña, que sacó del maletero como si fuera un trofeo, y no la herramienta para conseguirlo. Cargó al hombro la silla plegable de tela estampada que Inés le había comprado de oferta en el hipermercado —“una auténtica ganga, Roberto”— y con todos los pertrechos caminó hasta la punta del muelle, su lugar preferido. Tras engodar un poco, comenzó la preparación de la caña, una detenida ceremonia perfeccionada a lo largo de años de monólogos frente al mar.
A los primeros lances, un rato después, ya aparecían los paseantes más madrugadores, que sin prisa y con descaro se acercaban hasta la silla de Roberto, miraban la caña, luego el cubo vacío, después a él, y le daban la espalda, para regresar chasqueando los dientes. Pasaban las horas vacías con el mar quieto como un plato, solo se oía el suave chapoteo del agua en el rompeolas, y el calor caía implacable sobre la cabeza de Roberto. El cubo seguía vacío, pero el pescador no perdía la esperanza: era la fuerza de la costumbre. Miró el reloj, eran casi las dos y media, y a pesar de las risas de los niños que jugaban en el paseo, Roberto no pudo despejar la modorra que le pesaba en los párpados. Tras un par de cabezadas, cayó dormido al fin, justo antes de que la boya diera un par de botes y brincara para hundirse, arrastrada con fuerza por una poderosa presa.

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