“Esta
vez va en serio”, se dijo Roberto al llegar. Sin prisa bajó
del coche, se ajustó las gafas de sol, carraspeó un
poco y echó un vistazo al puerto: era tan temprano que aún
no había nadie en el paseo del muelle. Sonrió con
satisfacción al ver que el rojo del amanecer empezaba a
abrirse en el horizonte del océano, y la brisa despertaba al
silencio de las gaviotas que sobrevolaban el puerto. Otra vez había
sido el pescador más madrugador del pueblo. “Prepárate,
Inés, que esta vez va en serio. Te prometo que hoy la cosa va
en serio”, se dijo. Recordó la sonrisa de su mujer, y el
modo en que negaba con la cabeza cada vez que Roberto regresaba de la
pesca con las manos vacías. Y añadió en voz
alta: “¡Hoy vas a cocinar pescado, querida Inés!”.
Cogió el cubo, el estuche, la carnada, cuidadosamente
preparada según la receta infalible del abuelo, y su mejor
caña, que sacó del maletero como si fuera un trofeo, y
no la herramienta para conseguirlo. Cargó al hombro la silla
plegable de tela estampada que Inés le había comprado
de oferta en el hipermercado —“una
auténtica ganga, Roberto”— y con todos los pertrechos
caminó hasta la punta del muelle, su lugar preferido. Tras
engodar un poco, comenzó la preparación de la caña,
una detenida ceremonia perfeccionada a lo largo de años de
monólogos frente al mar.
A
los primeros lances, un rato después, ya aparecían los
paseantes más madrugadores, que sin prisa y con descaro se
acercaban hasta la silla de Roberto, miraban la caña, luego el
cubo vacío, después a él, y le daban la espalda,
para regresar chasqueando los dientes. Pasaban las horas vacías
con el mar quieto como un plato, solo se oía el suave chapoteo
del agua en el rompeolas, y el calor caía implacable sobre la
cabeza de Roberto. El cubo seguía vacío, pero el
pescador no perdía la esperanza: era la fuerza de la
costumbre. Miró el reloj, eran casi las dos y media, y a pesar
de las risas de los niños que jugaban en el paseo, Roberto no
pudo despejar la modorra que le pesaba en los párpados. Tras
un par de cabezadas, cayó dormido al fin, justo antes de que
la boya diera un par de botes y brincara para hundirse, arrastrada
con fuerza por una poderosa presa.
Moraleja, no hay que distraerse en los objetivos, si toca pesca, toca pesca.
ResponderEliminarUy, es verdad. Mucha informalidad.
ResponderEliminaruy primo, las siestas .... pobre Roberto
ResponderEliminarQuerida anónima...
ResponderEliminar