Desde lo alto del edificio
colindante saltó a la azotea de los Ramírez, más
amplia, más limpia. Las sábanas al sol olían a
humedad fugaz y a flores de plástico, a lejía diluida
en arrugas blancas. Sabía que los Ramírez tardarían
en regresar, y no le importó hacer ruido al forzar la puerta
de hierro para entrar en la casa. Por la escalera enmoquetada, que
olía a ambientador, bajó hasta el salón, donde
halló lo que buscaba: la cámara de vídeo, el
equipo de música, la tele, los candelabros de plata. Sumó
mentalmente el valor de todo, y calculó el tiempo que tardaría
en llevárselo. Iba a ser un negocio redondo.
Decidió husmear un poco
por los dormitorios. El armario de la abuela olía a papeles
amarillentos, a maderas entreabiertas de naftalina y a paraguas
mohosos, y el de la hija, a lavanda y encajes blancos. De las
mesillas de noche del matrimonio recogió un reloj de oro, un
solitario y dos cadenitas. Volviendo a la sala pasó por la
puerta de la cocina, y el único comensal se le quedó
mirando fijamente, con temor. Lo reconoció: el nonagenario
patriarca, Ramírez el viejo, que se apresuraba a esconder
torpemente el plato bajo la mesa.
-¿Qué come usted? -Preguntó, acercándose.
El anciano, con un brillo demente en los ojos:
-No, doctor, no es lo que usted cree, no estoy comiendo sardinas de lata, porque usted me las tiene prohibidas, mire, mire...
Entre sus manos temblorosas, un plato con restos de sardinas en aceite.
-Me ha mentido, señor Ramírez. No se mueva de aquí, que voy a pensar en el castigo que se merece.
El abuelo, temeroso, murmuró algo y bajó la mirada.
Puso el cronómetro en marcha y desalojó por la azotea todos los objetos interesantes en menos de tres minutos. Se marchó sin despedirse.
Cuatro horas después, los Ramírez, desquiciados, le preguntaban al abuelo si había visto algo, y él les respondía que el médico lo había visitado, como todos los días, para tomarle la tensión y comprobar que seguía la dieta.