Apliquemos la fórmula
observemos cómo el proceso
de caída puede durar un puñado de años.
Uno o dos quinquenios de
insolación diaria, de viento bronco del sureste sostenido
entre las esquinas de las naves del polígono
en los que el dueño pasa
por diferentes etapas
de euforia y depresión
reflejadas en el gráfico
verde del Gran Hundimiento.
En todo ese tiempo, las alegrías
son estrellas fugaces en la noche cerrada
índices macroeconómicos
elaborados por gobiernos que deliberan invariablemente lejos
lejísimos de esta fábrica
de cualquier fábrica
que no conciben que esta fábrica
existe ni que sucede la posibilidad de que algún propietario
viva de sus réditos.
Las amarguras, minuciosamente
rumiadas, definidas y encadenadas en horas de insomnio.
Durante esos quinquenios, la
oficina permanece como
bastión
la empleada la mantiene como
Verdad
una Verdad a prueba de tsunamis,
con sus tiernos calendarios de mascotas pinchados en la pared, con su
máquina de agua mineral y su ordenador polvoriento y sus
carpetas de mediciones y sus lustrosas muestras de granito:
la puerta de aluminio de la
oficina es abierta a las ocho en punto y cerrada a las seis en punto,
y esas son las horas en las que
la civilización existe
resiste.
Dentro de esa horquilla la fábrica
es provista por nosotros de catálogos, tarifas, avisos de
promociones, palabrería comercial de diverso rango. Y recibe
la mercancía.
Siempre a crédito.
Me tranquiliza comprobar que la
máquina automática de perfilar se encuentra en marcha.
Lo advierto por ese ruido como en oleadas abrasivas.