Como
todas las mañanas, nada más despertarse le echó
una buena bronca a Lorenzo. Era solo para desentumecer los músculos,
y Lorenzo nunca se lo tomaba a mal: con la lengua fuera y los ojos
legañosos, levantaba las grandes orejas, movía el rabo
y daba un par de saltitos para esquivar el bastón del amo, que
silbaba en el aire sin querer realmente golpear. Se suponía
que el guardián vigilaba el muelle en horas nocturnas, pero
hacía tiempo que se había tomado la libertad de dormir
a pierna suelta desde que, a media noche, el panorama quedaba
desierto. ¿Para qué vamos a vigilar, Lorenzo, si aquí
no vienen los ladrones ni que los inviten, carajo?, y Lorenzo decía
que sí con la mirada, siempre decía que sí y
ladraba una sola vez. Luego se rascaba el lomo y lo miraba, ansioso
por empezar la ronda entre falúas, redes, nasas, gaviotas
remolonas y cajas de pescado fresco. Él —abrigo
rancio, gorro sucio con ancla bordada en dorado— era tan viejo que
no se reconocía en aquella foto que le había regalado
su sobrino: con unos nueve años, estaba en camiseta y cholas
de plástico, y llenaba un cubito minúsculo con arena de
la playa. Pero le gustaba demostrar que no era un carcamal: los
chiquillos del pueblo sabían que aún podía
correr tras ellos y darles un buen palo si intentaban subir a los
barcos, colgarse de las maromas, robar pescado, burlarse de él.
¡Como
se les ocurra pisar esas redes, les doy tal fuerte leñazo...!,
y salían corriendo entre risotadas de susto y los ladridos de
Lorenzo.
Eso
sí, no sé qué playa es, le confesó el
sobrino, pero él se encogió de hombros, no le
importaba, porque estaba acostumbrado a que no le dijeran las cosas.
El vigilante diurno debía sustituirlo a las siete de la
mañana, pero llevaba varios meses sin aparecer, y aunque había
preguntado, nadie le decía nada, solo mañana, mañana
viene, siempre mañana. Tras la ronda, entró en la
cantina del puerto y pidió el periódico junto con el
primer ron de la mañana. Mecánicamente fue a la última
página para comprobar los números de la Bonoloto, y
tras el enorme susto, le costó mucho rato hacerse a la idea de
que sí, le había tocado, los seis números,
vuelve a mirar, sí, es verdad, completito, somos ricos,
Lorenzo, te voy a comprar un collar nuevo, y para el sobrino... ¡una
bicicleta!, y yo una maquinilla de afeitar de esas eléctricas,
que en los anuncios parecen tan buenas.