Al
levantarse, Lorenzo salió de la caseta de vigilancia, bebió
de los charcos de lluvia y se puso a corretear ladrando por el
muelle. Apenas eran las siete y media, y las nubes empezaban a
despertar con tonos naranja sobre el océano. Corrió
hacia un grupo de gaviotas que, posadas sobre una barca varada,
esperaban la llegada del atunero que entraba por la bocana del
puerto. “¡Lorenzo, Lorenzo...!”, saludaban los pescadores,
con el pelo impregnado de viento y sal, el gesto cansado y la cara
ojerosa por toda una noche de faena. Lorenzo, que ya olía el
pescado fresco, ladraba y saltaba con los ojos muy abiertos, y tanto
alboroto despertó por fin a Chago, su amo, que salió
refunfuñando y despacito de la caseta de vigilancia con la
mano en la frente y un ademán de resaca. Se arregló la
solapa del mohoso abrigo, se alisó el encrespado pelo blanco
y caminó sin prisa hacia allá, donde empezaba la fiesta
del desembarco del pescado.
Chago
no sabía cómo decirles que ese era el primer día
de su nueva vida, que todo había cambiado para él, que
iba a jubilarse por fin porque había ganado trescientos
millones en la Bonoloto. Acariciaba el pequeño boleto en el
bolsillo y sonreía, viendo cómo desembarcaban el
bonito, cómo Lorenzo correteaba alrededor de las cajas, hasta
que un pescador, casi tan viejo como él, le preguntó
qué le pasaba, que estaba ahí parado como un bobo.
—Que
soy millonario.
Todos
pararon en seco. Chago sacó el billete y lo agitó en el
aire, empezando a reír, y Lorenzo, tan juguetón, saltó,
lo atrapó con los dientes y lo desmenuzó de cuatro
rápidas dentelladas. Se quedó mirando al amo con las
orejas atentas y ladró una sola vez.
En
eso llegó un coche y bajó de él un encorbatado
muy apurado que hacía muchas preguntas. Era del Banco Central
y quería hablar con el agraciado para ofrecerle condiciones
ventajosas en los Fondos del Tesoro.
—Hable
con el perro. Se llama Lorenzo— le dijeron los pescadores.