Al
acabar los exámenes de septiembre, Vicente cogía su
viejo cuchillo de limpiar pescado y nos convocaba una mañana
bien temprano a las puertas de la Facultad. El ritual se repetía
todos los años: con coches prestados recorríamos él
y yo junto a Irene, Ramón y los demás aquella sinuosa
carretera y al llegar a la Punta del Hidalgo nos acercábamos a
las barcas de los pescadores, que regresaban de faenar en ese
momento. Vicente, con su cuchillo colgado al cinto, llevaba la voz
cantante. Regateábamos en voz muy alta, enfadándonos de
broma por lo caro que estaba el pescado, y tras mucho rato de
conversación con los hombres del mar, nos marchábamos
con apretones de mano que sellaban el compromiso de volver pronto. A
las afueras de Tegueste nos parábamos a un lado de la
carretera y allí mismo improvisábamos un asadero.
Vicente desenfundaba entonces el famoso cuchillo, y con extrema
habilidad escamaba y limpiaba el pescado, sin parar de hablar, de
reír, mientras los demás encendíamos el fuego y
abríamos la primera botella de vino blanco con la que celebrar
el final del verano.
Después
de todos estos años, Vicente y yo, ingenieros del Ministerio,
hemos vuelto ayer a La Punta para redactar un proyecto de desarrollo
local. Al bajar por la carretera serpenteante recordamos por un
minuto aquellos años intensos de asados, risas, vino y fugas
de la Facultad, y cómo ninguno de los dos logró seducir
a Irene, que acabó casándose con estirado de
Aparejadores que conducía un BMW. Pero enseguida volvimos a la
conversación cotidiana: el presupuesto, el informe del
gabinete jurídico, el decreto de medidas correctoras, la
discusión con el gerente de urbanismo...
En La
Punta, la reunión con los delegados fue soporífera y
frustrante. Salimos de allí de noche, enfurruñados y
cansados. Vicente conducía en silencio, con brusquedad. Yo,
indiferente, miraba por la ventanilla, dejándome llevar por
las luces distantes del pueblo, cuando, de repente, en una curva
Vicente frenó en seco, se bajó corriendo y se abalanzó
en la cuneta para recoger algo que brillaba: su cuchillo, perdido un
día de comilona, cuando nos sorprendió un gran
chaparrón y tuvimos que recoger los pertrechos
apresuradamente. A la luz de los faros del coche, lazando el cuchillo
como un trofeo, lo oí reír como no lo había oído
en años.