Ha entrado usted en la bitácora alzada de Claudio Colina Pontes

martes, 24 de diciembre de 2013

Encuentros

Al acabar los exámenes de septiembre, Vicente cogía su viejo cuchillo de limpiar pescado y nos convocaba una mañana bien temprano a las puertas de la Facultad. El ritual se repetía todos los años: con coches prestados recorríamos él y yo junto a Irene, Ramón y los demás aquella sinuosa carretera y al llegar a la Punta del Hidalgo nos acercábamos a las barcas de los pescadores, que regresaban de faenar en ese momento. Vicente, con su cuchillo colgado al cinto, llevaba la voz cantante. Regateábamos en voz muy alta, enfadándonos de broma por lo caro que estaba el pescado, y tras mucho rato de conversación con los hombres del mar, nos marchábamos con apretones de mano que sellaban el compromiso de volver pronto. A las afueras de Tegueste nos parábamos a un lado de la carretera y allí mismo improvisábamos un asadero. Vicente desenfundaba entonces el famoso cuchillo, y con extrema habilidad escamaba y limpiaba el pescado, sin parar de hablar, de reír, mientras los demás encendíamos el fuego y abríamos la primera botella de vino blanco con la que celebrar el final del verano.
Después de todos estos años, Vicente y yo, ingenieros del Ministerio, hemos vuelto ayer a La Punta para redactar un proyecto de desarrollo local. Al bajar por la carretera serpenteante recordamos por un minuto aquellos años intensos de asados, risas, vino y fugas de la Facultad, y cómo ninguno de los dos logró seducir a Irene, que acabó casándose con estirado de Aparejadores que conducía un BMW. Pero enseguida volvimos a la conversación cotidiana: el presupuesto, el informe del gabinete jurídico, el decreto de medidas correctoras, la discusión con el gerente de urbanismo...
En La Punta, la reunión con los delegados fue soporífera y frustrante. Salimos de allí de noche, enfurruñados y cansados. Vicente conducía en silencio, con brusquedad. Yo, indiferente, miraba por la ventanilla, dejándome llevar por las luces distantes del pueblo, cuando, de repente, en una curva Vicente frenó en seco, se bajó corriendo y se abalanzó en la cuneta para recoger algo que brillaba: su cuchillo, perdido un día de comilona, cuando nos sorprendió un gran chaparrón y tuvimos que recoger los pertrechos apresuradamente. A la luz de los faros del coche, lazando el cuchillo como un trofeo, lo oí reír como no lo había oído en años.