Una
cruz de madera.
La
ermita cristiana en el cruce de la carretera comarcal de Gaza
iluminada
por las farolas del puente y por la luna primeriza de diciembre
casi
transparente
desperezada
esférica
entre
las nubes que rolan hacia la montaña, donde ya domina la
sombra nocturna.
Una
cruz de madera
y
un par de bombillas peladas en la placita. Van llegando los
feligreses, todo caras conocidas.
El
ruido de un tractor, el motor de un camión remontando la
cuesta de la carretera
el
grito de un niño
se
mezclan con el reggaetón y los neones coloristas de un autobar
de hamburguesas aparcado en el otro arcén.
Tras
él, la iglesia inacabada, una obra sufragada céntimo a
céntimo por suscripción popular, descarnada y aún
informe con un campanario que amenaza con desplomarse sobre todos
nosotros.
La
vieja ermita, llena. Me quedo fuera, tras saludar a los amigos, me
quedo en la plaza
mirando
hacia la luz católica de dentro, sin ver ni oír la misa
de difuntos que dicen por Pereyra.
¿Durante
cuántos años tuvimos trato comercial Pereyra y yo?
me
pregunto mientras miro al suelo, las losetas
mientras
el frío me traspasa las suelas de las botas y me sorbo las
lágrimas.
Quince
años, diecisiete, diecinueve años.
La
voz monótona del cura, la cara de sorpresa de uno de los
operarios de Pereyra, que me observa como si no me creyera
como
si yo fuera un aparecido
el
frío baja y nos envuelve y de repente en la memoria
más
que la imagen aquel sonido
los
golpetazos que propina Pereyra en el grasiento mostrador de su
almacén con unas coronas abrasivas que me había
comprado
y
que estaban defectuosas de fábrica
las
coge con la mano y golpea el mostrador, cual hambriento con un plato
vacío en una cacerolada, mientras grita:
—¡Esto
es una mierda! ¡Esto nos sirve para nada!
Descarté
aquel material, claro, lo devolví, contraté con un
nuevo fabricante mucho más serio.
Ahora
Pereyra
una
vida entera
luce
en la brevísima mención póstuma del cura, en la
iglesia inacabada.
Navidad.
Y
en el cruce la noche vence definitivamente al día
aquí
en Gaza la fritanga se entrelaza, ladina
con
el aire fresco del norte
frente
al escaparate de la tienda de muebles y al bar de desahuciados.
Intento
tragar las piedras de amargor que se me atascan en la tráquea
cuando saludo a la viuda y al los huérfanos, más
jóvenes que yo. Frío en las piernas.
La
penúltima vez que vi a Pereyra fue en el hospital
en
la habitación atestada de parientes cincuentones, me presenté
por la mañana
vestido
con el uniforme de la empresa.
Allí
estaba él acostado
que
no postrado
con
ojos de niño que no entiende del todo dónde lo han
llevado, la enfermera
en
el pasillo
blandamente
disgustada a causa del pequeño gentío
del
interminable reguero de hombres que le preguntan una y otra vez por
la habitación de un tal Pereyra.
Las
sábanas planchadas a la perfección, sobre ellas las
manos morenas, varoniles de Pereyra
el
suero
el
susurro animado de los parientes
una
biografía de Juan Pablo II en la mesita de noche
la
sonrisa.
Me
fui pronto: la enfermera se asomó a la habitación,
pronunció una amenaza tierna
no
están permitidas las muchedumbres, salí de allí
y a duras penas pude llegar a la puerta del hospital.
Me
senté a llorar en los peldaños de la entrada.
—Con
veinte millones la acaban —en el corrillo posterior a la misa,
maestro Álvaro, el pulidor, ha echado el cálculo,
brazos a la espalda, rictus escéptico, yergue la cabeza hacia
lo alto del dudoso campanario, guiña un ojo economicista.
—¿Veinte
millones? —a mi vez contemplé la obra, ya ganada por la
penumbra, apenas alumbrada por los neones verbeneros del autobar—.
¿No será poco?
Veinte
millones de inexistentes pesetas
inexistentes
veinte millones
recuerdo
haber dicho hace años a Pereyra que con tanta rifa y tanta
lotería que le había comprado ya había sufragado
diez o quince campanas.
—Gracias
por la intención, pero ya tenemos quien pague las campanas.
En
la placita fría la cara escéptica del jefe de taller
al
que casi no reconozco porque por primera vez en la vida veo limpio,
vestido de paisano
sin
ninguna herramienta en la mano sino serio, de pie, con los dedos
entrelazados
casi
como si rezara por Pereyra.