Ha entrado usted en la bitácora alzada de Claudio Colina Pontes

jueves, 22 de agosto de 2013

Pereyra en "Mañana lo dejo"

<Capítulo de mi próxima novela, "Mañana lo dejo">

Una cruz de madera.
La ermita cristiana en el cruce de la carretera comarcal de Gaza
iluminada por las farolas del puente y por la luna primeriza de diciembre
casi transparente
desperezada
esférica
entre las nubes que rolan hacia la montaña, donde ya domina la sombra nocturna.
Una cruz de madera
y un par de bombillas peladas en la placita. Van llegando los feligreses, todo caras conocidas.
El ruido de un tractor, el motor de un camión remontando la cuesta de la carretera
el grito de un niño
se mezclan con el reggaetón y los neones coloristas de un autobar de hamburguesas aparcado en el otro arcén.
Tras él, la iglesia inacabada, una obra sufragada céntimo a céntimo por suscripción popular, descarnada y aún informe con un campanario que amenaza con desplomarse sobre todos nosotros.
La vieja ermita, llena. Me quedo fuera, tras saludar a los amigos, me quedo en la plaza
mirando hacia la luz católica de dentro, sin ver ni oír la misa de difuntos que dicen por Pereyra.
¿Durante cuántos años tuvimos trato comercial Pereyra y yo?
me pregunto mientras miro al suelo, las losetas
mientras el frío me traspasa las suelas de las botas y me sorbo las lágrimas.
Quince años, diecisiete, diecinueve años.
La voz monótona del cura, la cara de sorpresa de uno de los operarios de Pereyra, que me observa como si no me creyera
como si yo fuera un aparecido
el frío baja y nos envuelve y de repente en la memoria
más que la imagen aquel sonido
los golpetazos que propina Pereyra en el grasiento mostrador de su almacén con unas coronas abrasivas que me había comprado
y que estaban defectuosas de fábrica
las coge con la mano y golpea el mostrador, cual hambriento con un plato vacío en una cacerolada, mientras grita:
—¡Esto es una mierda! ¡Esto nos sirve para nada!
Descarté aquel material, claro, lo devolví, contraté con un nuevo fabricante mucho más serio.
Ahora Pereyra
una vida entera
luce en la brevísima mención póstuma del cura, en la iglesia inacabada.
Navidad.
Y en el cruce la noche vence definitivamente al día
aquí en Gaza la fritanga se entrelaza, ladina
con el aire fresco del norte
frente al escaparate de la tienda de muebles y al bar de desahuciados.
Intento tragar las piedras de amargor que se me atascan en la tráquea cuando saludo a la viuda y al los huérfanos, más jóvenes que yo. Frío en las piernas.
La penúltima vez que vi a Pereyra fue en el hospital
en la habitación atestada de parientes cincuentones, me presenté por la mañana
vestido con el uniforme de la empresa.
Allí estaba él acostado
que no postrado
con ojos de niño que no entiende del todo dónde lo han llevado, la enfermera
en el pasillo
blandamente disgustada a causa del pequeño gentío
del interminable reguero de hombres que le preguntan una y otra vez por la habitación de un tal Pereyra.
Las sábanas planchadas a la perfección, sobre ellas las manos morenas, varoniles de Pereyra
el suero
el susurro animado de los parientes
una biografía de Juan Pablo II en la mesita de noche
la sonrisa.
Me fui pronto: la enfermera se asomó a la habitación, pronunció una amenaza tierna
no están permitidas las muchedumbres, salí de allí y a duras penas pude llegar a la puerta del hospital.
Me senté a llorar en los peldaños de la entrada.
—Con veinte millones la acaban —en el corrillo posterior a la misa, maestro Álvaro, el pulidor, ha echado el cálculo, brazos a la espalda, rictus escéptico, yergue la cabeza hacia lo alto del dudoso campanario, guiña un ojo economicista.
—¿Veinte millones? —a mi vez contemplé la obra, ya ganada por la penumbra, apenas alumbrada por los neones verbeneros del autobar—. ¿No será poco?
Veinte millones de inexistentes pesetas
inexistentes veinte millones
recuerdo haber dicho hace años a Pereyra que con tanta rifa y tanta lotería que le había comprado ya había sufragado diez o quince campanas.
—Gracias por la intención, pero ya tenemos quien pague las campanas.
En la placita fría la cara escéptica del jefe de taller
al que casi no reconozco porque por primera vez en la vida veo limpio, vestido de paisano
sin ninguna herramienta en la mano sino serio, de pie, con los dedos entrelazados
casi como si rezara por Pereyra.

domingo, 18 de agosto de 2013

Siesta

“Esta vez va en serio”, se dijo Roberto al llegar. Sin prisa bajó del coche, se ajustó las gafas de sol, carraspeó un poco y echó un vistazo al puerto: era tan temprano que aún no había nadie en el paseo del muelle. Sonrió con satisfacción al ver que el rojo del amanecer empezaba a abrirse en el horizonte del océano, y la brisa despertaba al silencio de las gaviotas que sobrevolaban el puerto. Otra vez había sido el pescador más madrugador del pueblo. “Prepárate, Inés, que esta vez va en serio. Te prometo que hoy la cosa va en serio”, se dijo. Recordó la sonrisa de su mujer, y el modo en que negaba con la cabeza cada vez que Roberto regresaba de la pesca con las manos vacías. Y añadió en voz alta: “¡Hoy vas a cocinar pescado, querida Inés!”. Cogió el cubo, el estuche, la carnada, cuidadosamente preparada según la receta infalible del abuelo, y su mejor caña, que sacó del maletero como si fuera un trofeo, y no la herramienta para conseguirlo. Cargó al hombro la silla plegable de tela estampada que Inés le había comprado de oferta en el hipermercado —“una auténtica ganga, Roberto”— y con todos los pertrechos caminó hasta la punta del muelle, su lugar preferido. Tras engodar un poco, comenzó la preparación de la caña, una detenida ceremonia perfeccionada a lo largo de años de monólogos frente al mar.
A los primeros lances, un rato después, ya aparecían los paseantes más madrugadores, que sin prisa y con descaro se acercaban hasta la silla de Roberto, miraban la caña, luego el cubo vacío, después a él, y le daban la espalda, para regresar chasqueando los dientes. Pasaban las horas vacías con el mar quieto como un plato, solo se oía el suave chapoteo del agua en el rompeolas, y el calor caía implacable sobre la cabeza de Roberto. El cubo seguía vacío, pero el pescador no perdía la esperanza: era la fuerza de la costumbre. Miró el reloj, eran casi las dos y media, y a pesar de las risas de los niños que jugaban en el paseo, Roberto no pudo despejar la modorra que le pesaba en los párpados. Tras un par de cabezadas, cayó dormido al fin, justo antes de que la boya diera un par de botes y brincara para hundirse, arrastrada con fuerza por una poderosa presa.

lunes, 12 de agosto de 2013

Aduanera en marcha

Aquí tenemos más imágenes creadas por Ana, La Princesa Ilustradora, para "Aduanera sin fronteras", nuestro próximo libro de relatos.



La ciudad. Esa fábrica de locos. Es decir: de literatura.






Los edificios llenos de historias veladas o conocidas, de pasillos secreteados, de olores.




Ella se ríe. Con razón. Esta pieza, digna del capitán Nemo, rodará y rodará por el céano Atlántico entre las páginas de "Aduanera".








Alto voltaje. Queremos tocar todo lo que lleve el cartel "PROHIBIDO TOCAR".






Detrás de estas ventanas, alguien está telefoneando a quien no es. Y alguien está acechando a quien cree que sí es. Esplín urbano. La noche está más que turbia...



Algún personaje de estos relatos está desnudándose. Y no está sola. ¿Para quién lo hará?